El doctorado honoris causa no es un premio a la fama ni a la popularidad, tampoco un gesto de cercanía con el sentir de la multitud. Es, o debería ser, una distinción excepcional que una casa de altos estudios concede a quienes han realizado aportes extraordinarios a la cultura, a la ciencia o a la sociedad; aportes que puedan ser defendidos desde un criterio académico sólido. Las universidades públicas argentinas funcionan bajo sistemas de cogobierno legítimos y democráticos, pero no por ello exentos de riesgos. Cuando el honoris causa responde más a climas políticos, gestos simbólicos u oportunismos culturales que a criterios de excelencia, se vacía de contenido y sienta precedentes inadecuados. Si la popularidad alcanza como argumento suficiente, ¿dónde se traza entonces el límite? La universidad, ante todo, es una institución dedicada al estudio, al pensamiento crítico y a la preservación de estándares. Su capital principal es la autoridad intelectual, que se construye con exigencia, prudencia y tiempo, no con adhesiones coyunturales ni con el aplauso inmediato. Otorgar un honoris causa debería ser siempre un acto excepcional, defendible sin consignas ni sentimentalismos. De lo contrario, no se engrandece al homenajeado: se debilita a la universidad. La UBA decidió recientemente otorgar la distinción de honoris causa a un cantante y letrista, fenómeno cultural y contracultural, con enorme arrastre emocional: Carlos “el Indio” Solari. Su obra puede, y debe ser estudiada y analizada, pero ello no exige necesariamente investirlo como doctor. Por el contrario, se trata de un artista cuya trayectoria no mantuvo una relación fecunda con el mundo académico, y cuyo camino fue el del creador popular, deliberadamente por fuera de lo institucional. Resulta llamativo que sea precisamente esa exterioridad la que hoy se intente absorber mediante una distinción universitaria. Es ingenuo negar que esta decisión está atravesada por la política: por un clima ideológico de legitimación simbólica, por la necesidad de mostrarse cercanos al “pueblo” y por determinados alineamientos culturales. Con el mismo criterio utilizado en este caso, bien podría afirmarse que también merecen un honoris causa otros músicos populares y exitosos del país (Palito Ortega, Fito Páez, Abel Pintos, Luciano Pereyra, Fabiana Cantilo, entre tantos). Pero la historia universitaria no se ha construido así, ni debería hacerlo. Las épocas pasan, las modas culturales se transforman y los consensos circunstanciales se disuelven. Las universidades, en cambio, quedan. Y solo permanecen cuando preservan con rigor el sentido de sus símbolos, la jerarquía de sus reconocimientos y la coherencia entre su misión intelectual y sus decisiones públicas. Cuando esa frontera se borra, no se democratiza el saber: se lo banaliza.
Juan L. Marcotullio
marcotulliojuan@gmail.com